Lucía Martínez era una enfermera recientemente jubilada. Le costaba mucho adaptarse a su nueva situación luego de practicar largo tiempo su profesión.
Se había especializado en la rehabilitación de personas discapacitadas por problemas motrices.
Ahora se encontraba sola.
Hacía unos meses que su madre, único familiar que poseía, había fallecido.
Ella era lo que vulgarmente se dice, una solterona.
En su juventud había sentido un gran amor por alguien que no le correspondió de la misma manera. Luego de un largo noviazgo, él rompió su relación con la excusa de que se había enamorado de otra mujer.
Fue un duro golpe para ella. No quiso saber nada más de los hombres. Se dedicó a su profesión y a cuidar a de su madre, que además había hecho las veces de padre, ya que su progenitor había fallecido cuando ella era muy pequeña.
Ahora, de repente, se vio ante un gran vacío.
Por las mañanas salía a caminar por la rambla de Punta Gorda, el barrio donde habitaba.
Unas veces tomaba hacia Malvín y otras hacia el puente de Carrasco.
El día que nos ocupa marchó rumbo al este.
Cuando llegó frente al Club Náutico, llamó su atención ver a un joven sentado solo en un banco. Portaba en una mano un bastón blanco, por lo que supuso que se trataba de un ciego.
Su actitud le llamó la atención. Era como si estuviera esperando a alguien. Tal vez, por deformación profesional, se sentó a su lado tratando de entablar una conversación.
– Hola, me llamo Lucía y tú.
– Jorge
– ¿Sales temprano a pasear?
– Me gusta sentir en mi rostro el aire fresco de la mañana. Como habrás podido apreciar, soy ciego.
– Sí, me di cuenta. Soy enfermera.
– Tienes una voz de persona joven.
– Te equivocas, podría ser tu madre, ya estoy jubilada de mi profesión.
Lucía pensando que habían entrado en cierta confianza se atrevió a preguntarle desde cuando no tenía vista.
Él le dijo que cuando practicaba natación en la piscina del Náutico, tuvo un accidente en el que se golpeó la cabeza. Un derrame cerebral le llevó a perder la visión totalmente.
No dejó de nadar y estaba entrenando para competir en torneos para discapacitados, pero le costaba mucho hacerlo.
No siempre tenía quién lo acompañara a la piscina y debía hacerlo muy temprano ya que luego muchos de los nadadores se sentían molestos con su presencia porque decían que los obstaculizaba en sus movimientos.
Lucía le dijo que ella vivía cerca y a lo mejor podía ayudarlo con su compañía o tal vez hacerle sesiones de fisioterapia.
El joven no llegó a contestarle porque en ese momento se les aproximó una muchacha a buscarlo.
Los acompañó y así pudo apreciar que ella vivía en la misma cuadra, a sólo tres casas de distancia.
Se sintió atraída por el ciego por lo que quiso saber más sobre él.
Fue al club y se entrevistó con su entrenador.
Éste le informó que la práctica debía hacerse muy temprano en la mañana para preparar la piscina con las cuerdas que oficiaban de andariveles. El ciego las rozaba con su cuerpo para no salir del suyo y mantener la línea.
Jorge se preparaba en cien metros estilo pecho y como la piscina tenía cincuenta, él se colocaba al borde de la misma provisto de una larga caña en cuya punta tenía una dura esponja con la que lo tocaba para indicarle que debía virar. En el otro extremo, un ayudante, de la misma forma le advertía que había llegado a la meta.
Entonces decidió entrevistarse con los familiares del muchacho a quienes les explicó su situación y ofreció sus servicios, en forma desinteresada, para acompañarlo. Era una manera de ocupar su tiempo y a la vez de hacer algo que le agradaba, la hacía sentirse útil.
Los padres aceptaron la oferta y Lucía se transformó en el lazarillo de Jorge.
Pasó el tiempo y llegó el momento de la competencia en el Campeonato Sudamericano de Natación para lisiados, a realizarse en Mar del Plata, Argentina.
Hasta allí se trasladaron los amigos junto con el entrenador y todo su equipo.
Jorge pasó la prueba clasificatoria con alguna dificultad y se aprontó a disputar al día siguiente la gran final.
Entre la asistencia se destacó una joven que lo alentó con fuertes gritos.
Lucía reparó que ella también era nadadora. Tenía el brazo izquierdo amputado por debajo del codo y compitió en la modalidad de crol, es decir libre, donde también se clasificó.
Esa tarde Lucía y Jorge tomaban un té en una cafetería de la costa cuando la joven nadadora se les acercó.
– Me puedo sentar un momento con ustedes- dijo y encarando directamente a Jorge expresó: – Debes haber practicado mucho para nadar como lo has hecho, te felicito.
– Tú también nadas brillantemente y por sobre todo eres muy aguerrida, intervino Lucía.
– Trato de suplir lo mejor que puedo el brazo que me falta. En la piscina debo dejar la prótesis de lado. Ahora me retiro porque tengo que descansar para estar bien para competir mañana. Estamos en el mismo hotel, mi habitación es la 34 y mi nombre Julia Sánchez, por si necesitan algo de mí.
A la hora de la cena volvieron a encontrarse y Lucía dejó que los jóvenes conversaran animadamente mientras ella fue a donde estaba el entrenador para preparar los detalles referentes a la competencia.
Las finales se desarrollaron con normalidad, Jorge se quedó con el bronce en su categoría y Julia obtuvo el oro.
Las ceremonias de premiación fueron una después de la otra y a Jorge se le llenaron los ojos de lágrimas cuando sintió los acordes del himno nacional, tocado en honor a Julia. Estaba conforme con haber logrado un tercer lugar, pero en lo más profundo de su corazón sentía la frustración de no haber obtenido el triunfo. Era consciente que debía trabajar más para alcanzar esa meta.
Al regreso a Montevideo fueron recibidos con honores por las autoridades del Comité Olímpico, por ser los únicos en obtener medallas en este tipo de competición.
Todo volvió a la normalidad y Jorge siguió practicando con ahínco, con el fin de mejorar sus marcas.
Un tiempo más tarde, un día en el que Jorge practicaba en la piscina, apareció Julia de visita. Se trataba de un día especial, fuera de la rutina. Lucía se encontraba enferma con gripe por lo que al joven lo habían acercado al club, temprano por la mañana y dejado a cargo del entrenador. Cuando terminara el entrenamiento llamarían para que lo vinieran a buscar.
Con el arribo de Julia los planes cambiaron. Los jóvenes fueron a la cafetería a tomar un té. Allí conversaron animadamente.
De pronto Julia preguntó a su compañero – ¿Sabes bailar?
– Antes del accidente era un buen bailarín – fue la respuesta de éste.
– Entonces te voy a invitar a la fiesta de cumpleaños de mi hermana menor. Cumple los quince y mis padres organizaron una reunión en un club. Me gustaría que me acompañaras. Yo te vengo a buscar y te regreso cuando termine.
– Pero te vas a pasar la noche cuidándome – expresó Jorge
– Todo lo contrario, me encanta estar contigo. Lo paso muy bien, tenemos muchas cosas en común.
Así quedó acordado y cuando la joven acompañó al ciego hasta su domicilio le planteo el caso a la familia, que estuvo de acuerdo en que fuera a la fiesta.
Danzaron toda la noche y tuvieron una conversación fluida. La cercanía de sus cuerpos durante el baile hizo que sus sentimientos fueran más allá de una simple amistad. Se dieron cuenta que estaban enamorados uno del otro. Esa noche comenzó un idilio que, con el tiempo, los llevaría al altar.
Lucía se percató que su papel protagónico en la relación con Jorge había terminado. En adelante su posición sería secundaria.
Otra mujer ocuparía un lugar preferencial en la vida del ciego, Julia, pero el cariño que ella había adquirido hacia el joven haría que siguiera ayudando de la forma más conveniente para éste.
ENRIQUE DEMATTEIS