Está incorporado a la esencia de nuestra República el principio de laicidad, que hace 100 años quedó estampado en la Constitución cuando se separaron Estado e Iglesia y se dispuso que el Estado “no sostiene” religión alguna.
El proceso había sido largo, desde la secularización de los cementerios en 1861, luego de la negativa sacerdotal a enterrar un masón; el destierro del Vicario Jacinto Vera y la ley de Educación Común de 1877, piedra angular de la escuela “laica, gratuita y obligatoria”. Paso a paso, se fueron dando avances emancipadores, como fue la Ley de Registro de Estado Civil de 1879 y —ni hablar— la de Divorcio, de 1907, complementada más tarde con la de divorcio por sola voluntad de la mujer, verdadera revolución para su tiempo.
La república laica, entonces, entendida como la configuración de un Estado neutral e imparcial ante el fenómeno religioso, fue el resultado de un proceso largo y apasionado. Ya en los años 30 del siglo pasado, sin embargo, se vivía un clima de mayor tolerancia, que fue progresivamente afianzándose. La presencia de inmigrantes de religión judía, cristiana protestante o aun católica oriental, contribuyó decisivamente a que la convivencia pasara a ser una bienvenida costumbre. Ha de reconocerse también que la Iglesia Católica, a partir de Juan Pablo II, asumió una actitud activa en el reconocimiento de su ancestro judío y la hermandad con los demás creyentes de los textos bíblicos.
En los últimos tiempos se han dado algunos debates coyunturales, que no alteran sustantivamente el equilibrio de un Estado respetuoso ante la vida religiosa. Es más, quienes —como liberales— nos sentimos celosos custodios de la laicidad de nuestra República, hemos asentado de modo inequívoco que ese principio no supone hostilidad para las creencias y, mucho menos, para la práctica libre de todos los cultos.
Las últimas décadas han mostrado otra dimensión de la neutralidad del Estado en el mundo del pensamiento y hace tanto a la filosofía como a la ideología política que de ella deriva. Nuestra Constitución, en efecto, es raigalmente liberal y la armónica interpretación de sus principios nos conduce a respetar en el ciudadano la “independencia de su conciencia, moral y cívica”, aun en el ámbito laboral privado. En la actividad de los funcionarios del Estado, la norma es también clara: “En los lugares y las horas de trabajo, queda prohibida toda actividad ajena a la función, reputándose ilícita la dirigida a fines de proselitismo de cualquier especie”. Principio éste que naturalmente llega a los ámbitos de la enseñanza pública, lo que es congruente con que el legislador ha establecido, como conmemoración oficial del Día de la Laicidad, los días 19 de marzo, fecha de nacimiento de José Pedro Varela, el reformador escolar .
En este ámbito se han dado los mayores debates de laicidad, desde los años 60 del siglo pasado, cuando los ideales de la revolución cubana irrumpieron en América Latina e inspiraron, tanto su difusión como en acciones guerrilleras que por medio de la violencia intentaron derribar las instituciones democráticas, despreciadas como hijas de un pensamiento “burgués”. Por esta vía se introdujo en las aulas un severo cuestionamiento al orden institucional de nuestra República, que dio lugar a enfrentamientos, disposiciones administrativas y debates en ocasiones apasionados.
Suele ser dificultoso hacer entender que en todos los ámbitos, y especialmente en la educación, el deber del Estado es afirmar la Constitución y defender sus principios, que supone asegurarles a todos los habitantes del país “el goce de su vida, honor, libertad, seguridad, trabajo y propiedad”. En la escuela y el liceo no hay “libertad de cátedra” y donde la hay —en el ámbito universitario— el análisis de las diversas doctrinas, distintas a la constitucional, supone un equilibrio que no se debe deslizarse nunca hacia un proselitismo en su favor.
La vida es más imaginativa que el legislador. Por eso resulta difícil cristalizar en normas o disposiciones las aristas siempre esquivas de la acción pública. Ello no obsta, sin embargo, a que una lógica y equilibrada interpretación del principio preserve los ámbitos de la libertad de conciencia de los educandos y procure su formación en los ideales fundamentales del estado democrático: libertad de expresión del pensamiento, separación de poderes, principio de legalidad, elecciones estrictamente garantizadas, economía basada en la propiedad privada y la libertad de comercio, laicidad… Desgraciadamente, no luce esta idea como prioridad de nuestro sistema educativo cuando se sobrevalúa el espíritu crítico en desmedro de la fe en el sistema. Ella debiera rescatarse para cumplir el ideal vareliano de que “para fundar la Republica lo primero es forma republicanos”.
Julio María Sanguinetti
El espíritu crítico es lo único que garantiza y ha garantizado que el mundo evolucione, en cambio la fe en los sistemas solo hace que estos permanezcan estancos y terminen en el abuso de una élite de poder sobre las poblaciones.