Un aventurero italiano en la Guerra Grande (III)

 

En agosto de 1845, durante la Guerra Grande, una expedición fluvial al mando del condottiero Giuseppe Garibaldi, al servicio del «Gobierno de la Defensa» de Montevideo y con respaldo anglo-francés, tomó y saqueó Colonia del Sacramento. Luego Garibaldi y su Legión Italiana ocuparon sin resistencia la isla Martín García, antes de remontar el río Uruguay.

Los «matreros», esos «valientes aventureros» según el italiano, ayudaron a las tropas de la Defensa. «El matrero no reconoce gobierno; ¿pero acaso los europeos con tanto gobierno son más felices?», se preguntó Garibaldi. (El razonamiento recuerda a la novela La tierra purpúrea, que el anglo-argentino William Henry Hudson publicaría en Londres cuatro décadas después; una suerte de reivindicación, al menos parcial, del primitivismo de los orientales del siglo XIX).

«Independiente, el matrero se enseñorea de aquella inmensa extensión del país, con la misma autoridad de un gobierno», escribió el jefe de la Legión Italiana, que entonces sumaba unos 500 hombres. «No paga impuestos, ni tributos, ni arrancan al pobre su única esperanza, el hijo, para convertirle en un espadachín».

El gaucho y el matrero «son casi sinónimo», aunque el primero acepta unirse a algún jefe poderoso, explicó Garibaldi, quien luego describió sus herramientas: las boleadoras, el lazo, el cuchillo. «Construye a veces cabañas en el bosque, pero no habita con frecuencia en ellas y motiva su construcción la mujer».

El hábito de derramar sangre

Como otros cronistas extranjeros hicieron antes y harían después, Garibaldi se asombró muchas veces ante los hombres orientales y sus caballos.

Y agregó en sus memorias: «Para mí el soldado de la caballería americana no tiene rival en cualquier clase de combates. Después de una derrota, no hay como él para perseguir al enemigo y capturarlo» con boleadoras y pasarlo a degüello. «La costumbre constante de alimentarse sólo con carne, y el hábito de derramar sangre de vaca todos los días, es probablemente la causa de la facilidad con que cometen un homicidio».

Sin embargo Garibaldi concluyó que una infantería disciplinada y compacta, armada con fusiles, podía batirse con ventajas ante la caballería. Ese principio –que de alguna forma ya había comprobado Wellington en la batalla de Waterloo, en 1815– le resultaría de utilidad en sus posteriores guerras europeas, con fusiles de tiro cada vez más rápido y preciso. En 1904, cuando la última guerra civil uruguaya, las tropas de ambos bandos se desplazarían a caballo pero combatirían básicamente a pie, a cubierto en el terreno, desde Tupambaé a Masoller. Después de la «Revolución de las Lanzas» de 1870-1872, el fusil tipo Remington, y más aún el de repetición tipo Mauser y la ametralladora, aunque todavía pesada y fija, se habían impuesto completamente a la caballería, la lanza y el sable.

Luchas en torno a Salto

La fuerza de Garibaldi, que se iba reforzando a medida que remontaba el río Uruguay, atacó Gualeguaychú, en Entre Ríos, frente a Fray Bentos, tomó muchos prisioneros y se apropió de ropa, arneses y dinero. En el Hervidero, extremo noroeste del departamento de Paysandú, una parte de la Legión Italiana, al mando de Francisco Anzani, un veterano de varias guerras europeas, resistió con éxito un ataque de tropas federales que conducía Manuel Lavalleja, hermano menor de Juan Antonio.

En noviembre de 1845 las fuerzas de Garibaldi tomaron sin resistencia la villa de Salto, donde se les incorporó el caudillo José Mundell, un inglés acriollado, con 150 hombres, y otra partida al mando de Juan de la Cruz, un habilísimo matrero.

Al frente de 300 hombres, Garibaldi marchó toda una noche hacia el norte, para atacar a las fuerzas de Manuel Lavalleja acampadas junto al arroyo Itapebí. Fue un éxito para las tropas del Gobierno de la Defensa. Tomaron unos 200 prisioneros y muchas vituallas. Luego la fuerza expedicionaria resistió en Salto un sitio de las tropas de Justo José de Urquiza, quien sólo estaba de paso y no persistió. Urquiza cruzó el río Uruguay con rumbo a Entre Ríos, como era su objetivo, más al norte.

Unos 300 infantes italianos y caballería oriental, al mando de Garibaldi, mantuvieron el 8 de febrero de 1846 un largo combate en la barra del arroyo San Antonio Grande con tropas más numerosas que comandaba Servando Gómez, caudillo del Partido Blanco. La caballería de Garibaldi huyó pero los legionarios resistieron hasta la noche, cuando se retiraron en cierto orden hacia Salto por la orilla boscosa del río Uruguay.

La derrota final de don Frutos

Entonces, en Montevideo, las cosas dieron un gran vuelco. El veterano Fructuoso Rivera regresó en marzo de 1846 y, al grito de «¡Se viene el patrón!» las fuerzas que le eran fieles, encabezadas por su esposa Bernardina Fragoso y el joven caudillo Venancio Flores, iniciaron una rebelión que obligó a gran parte del gobierno a esconderse o exiliarse.

El caudillo se refugió en Maldonado y en setiembre el Gobierno de la Defensa ordenó su destierro. Para hacer cumplir la orden se envió al coronel Lorenzo Batlle, un líder en ascenso, a quien Garibaldi elogió en sus memorias. Rivera aceptó la situación, escribió una amarga carta a Manuel Herrera y Obes, ministro de Gobierno y de Relaciones Exteriores en Montevideo, y marchó hacia Rio de Janeiro, donde vivió en la mayor pobreza hasta su regreso y muerte en 1853.

Adiós a Montevideo y regreso a Italia

Garibaldi regresó a Montevideo con sus tropas y su flotilla a mediados de 1846. Poco después Salto fue tomado por los blancos de Servando Gómez.

Según Garibaldi, por entonces los aliados anglo-franceses estaban más dispuestos a negociar con Juan Manuel de Rodas, gobernador de Buenos Aires, que a sostener la causa de la Defensa. Él, en tanto, en abril de 1848, cuando grandes movimientos revolucionarios sacudían Europa, regresó a Niza «con un puñado de los mejores de los nuestros», unos 85 uruguayos e italianos, a combatir por la causa de la independencia y unificación italiana.

Por casi un cuarto de siglo Giuseppe Garibaldi continuó corriendo las aventuras más inverosímiles, demasiado extensas para reseñarlas aquí, y se convirtió en leyenda y héroe romántico del siglo XIX. Pero en sus memorias afirmó que la campaña del río Uruguay, ocurrida entre 1845 y 1846, fue la que «yo considero la más brillante de mi vida».

Fuente: El Observador

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