Hijo de Francisco Alonso y Trelles, maestro de primeras letras, y de Vicenta Jarén , nace el 7 de mayo de 1857 en la Villa del Ribadeo. A los 19 años viaja a América y se radica en Chivilcoy, provincia de Buenos Aires. Intenta una nueva aventura en Río Grande, Brasil y luego se radica definitivamente en el Tala, donde forma su hogar y nacen sus hijos y donde realiza la obra que lo ha inmortalizado.
En 1915 aparece “Paja Brava”, Versos Criollos. “Renglones desiguales… cualquier día les llamo yo versos” dice el autor en el prólogo. No obstante, afirma Casimiro Monegal “El Viejo Pancho es quien ha sondado mejor el alma gaucha y expresado en versos perdurables las pasiones bravías, los dolores y las ternuras de nuestras Julietas y de nuestros Romeos criollos”. Las haciendas cimarronas y los entreveros a lanza los toma Trelles de la tradición; y del gaucho, canta lo menos conocido: sus sentimientos e instintos. Continuador de Hernández, Hidalgo, Ascasubi, Lussich, Del Campo, pulsa su lira con voz propia y revoluciona la métrica hasta entonces de arte menor. No obstante, esta producción suya es muy valiosa y conforma la mitad de su obra. Como decíamos, el Viejo Pancho renueva metros y ritmos e introduce en la poesía gauchesca los versos de arte mayor: endecasílabos, alejandrinos. A un lado quedan décimas y cuartetas simples que cultiva apenas. Supo de lides fratricidas y de lances con matreros, pero en su corazón dolía más la pena de un amor perdido que la herida de una lanza o de un cuchillo.
Bajo su apostura gringa y romántica y becqueriana imagen había un criollo nuestro, un hombre que internalizó mejor que nadie los sentimientos o como dijera Luis Hierro “su conocimiento del alma compleja del paisano”. La dicotomía entre civilización y barbarie es la misma en sus versos que en los de Hernández. Así, sus gauchos –como Fierro- se resignan al triunfo de la civilización pero sin incorporarse a ella. La transformación del entorno y del progreso que no siempre mejoran las cosas, ni la altanería de los que, fortuitamente, ejercen el poder o la autoridad le hacen decir: “Vaya no más usté, pa’ mí no tienen / ni un poquito de gracia las carreras/ pa’ que vi’ a dir, pa’ que cualquier milico / un guacho que ricién largó la teta/ me peche el mancarrón o le acomode/ la culata del mause en la cabeza” y resignado se aferra a sus ilusiones del ayer campesino “Deje nomás, deje nomás que el viejo/ se quede en sus taperas/ viendo pasar por las cuchiyas verdes/ las alegres visiones con que aún sueña…”
Uno de sus más renombrados poemas es el impar romancillo de exasílabos “Insomnio”: “Es de noche; pasa/ rezongando el viento/ que duebla los sauces/ cuasi contra el suelo./ Y en el fondo escuro/ de mi rancho viejo/ tirao sobre el catre/ de lechos de tiento,/ aguaito las horas/ que han de trairme el sueño./ ¡Pucha que son largas/ las noches de invierno!…”
Pero tal vez el poema que le dio mayor celebridad y que lo afirmó definitivamente en el rumbo del verso criollo fue “La Güeya”. Escrito en 1899 en su escritorio de Montevideo, se publica junto a “Resolución” en “El Fogón”, lo que motivó estas líneas de Alcides De María; “No se queje, amigo, que Ud. debe tener chiruzas a montones en sus pagos de “El Tala” y Trelles le responde con los versos “Entre Viejos”. En “La Güeya” el pulpero adquiere la condición de confidente, situación no tan común en la poesía criolla pero que tiene un cercano paralelismo con el relato que hace Cruz a Fierro, porque, en general, el paisano guarda para sí sus sentimientos pero aquí, como muy bien señala uno de sus críticos, el protagonista, “confidencial y pacífico no quiere la certidumbre y espera que el pulpero lo tranquilice”.
“A los 43 años en que escribe estos versos –dice Manuel Benavente- Trelles sólo estaba enamorado de una diosa: la gloria. El amor, la pasión, la pena, la amargura ungieron el poema extraordinario para la inmortalidad en la poesía de América, sin embargo no fue escrito a una amante de carne y hueso sino a la gloria tantas veces esquiva; pero real o no, la chiruza de su poema tenía fragancia de rojas verbenas y hermosura de rústicas flores campesinas”. Corría el año 1923, estaba a punto de salir la segunda edición de “Paja Brava”, el poeta le confiesa al citado autor maragato en artículo publicado por el Suplemento Dominical de “El Día” el 13 de marzo de 1938: “¿Sabe una cosa? Me empiezan a gustar esos versos que antes miraba con cierta indiferencia. No todos, naturalmente. Creo que “La Güeya” es lo mejor que he hecho”. Y Benavente le pregunta: “¿Y ese amor desgraciado que Ud. canta, tiene algo de real? y el Viejo Pancho le responde: “¿No es Ud. poeta? ¿Ignora que los hijos de Apolo tenemos el divino privilegio de vivir muchas vidas? Varios me han hecho esa pregunta. Nada hay de cierto en ese amor infeliz. Lo inventé. Lo necesitaba. Porque yo, por más gaucho que se me crea, soy un romántico”.
El Viejo Pancho murió en Montevideo el 28 de julio de 1924. Era entonces el más celebrado poeta gauchesco, cuyos versos el pueblo sabía de memoria y recorrían el mundo en alas de la voz inigualable y mágica de Carlos Gardel. Alguna vez había afirmado: “Nací en Galicia para ser un cantor del campo uruguayo. Ese amor quejumbroso, romántico, que he puesto en muchos de mis versos es el resto de romanticismo que queda en mí”. ¡Y qué natural nos parecen a la distancia esas notas de delicado amor y de ternura, de infinita pena y de muy esquiva dicha que descubre en la más recóndita interioridad, en la hasta entonces inexpugnable hondura del alma de nuestros rudos paisanos, porque la poesía y el sentimiento son universales y comunes a los hombres y tienen su correspondencia en los más insospechados rincones del orbe. Así, el Viejo Pancho, hijo de la entrañable Galicia, ha sido, es y será siempre uno de nuestros poetas populares más queridos porque tuvo la humildad de nuestras flores silvestres y la grandeza y luminosidad de los astros para tornar célebre y universal el sentimiento del gaucho.
Gerardo Molina
(Fragmento de la Charla dictada por su autor en el Ateneo de Montevideo, Semana de la Cultura Canaria, setiembre de 2014)