Tres cuentos breves

tres cuentos breves

Carlos Motta Niz

El tío Melitón

Un amigo muy tímido, insistió, en forma repetida, en que lo acompañara a una sesión de espiritismo. Al final concurrí, aunque me sentía bastante inquieto.

Durante la sesión, luego de varios contactos, la médium incorporó una voz que me pareció conocida y luego de dos preguntas muy concretas, confirmé que se trataba de un familiar muy querido.

Como los que me antecedieron, aproveché a pedirle consejos a ese espíritu sobre un negocio que estaba iniciando.

La semana siguiente seguí al pie de la letra sus recomendaciones sobre ciertas operaciones financieras y todo me salió mal, tan mal que perdí gran parte del capital invertido.

El viernes pasado mi amigo volvió a invitarme a la sesión espiritista y esta vez acepté con mucho agrado: no quería perder la ocasión de decirle al tío Melitón que, en el más allá, en el mundo de los espíritus o donde fuera que estuviera, seguía siendo tan mal empresario como lo había sido en éste.

 

 

El regreso

Nadaron por horas y horas. No era una competencia, sólo querían salvar sus vidas. Sus mentes estaban cerradas a todo lo que no fuera la esperanza de salvarse.

Cada brazada aumentaba el cansancio, pero era absolutamente necesaria para poder llegar a la costa.

El horizonte comenzó a iluminarse y al fin salió el sol. Dejaron de nadar para buscar a su alrededor algún indicio de la dirección a tomar.

Por todas partes sólo vieron agua. Eso podría desanimar a cualquiera, pero no a ellos. Siguieron nadando hasta que el cansancio y los calambres les impidieron continuar. Debieron consolarse con flotar, sólo flotar, de espaldas sobre el agua con la cara hacia el cielo.

Pequeñas olas los mecían y los llevaban hacia un lugar desconocido. El fuerte sol les hizo cerrar los ojos. El suave movimiento y el calor les dieron un bienestar infinito. Desde lo más profundo surgió lentamente una sensación olvidada: el de la cuna mecida por la mano materna. Lo último que vieron, proyectado sobre el telón de fondo de los párpados cerrados, fue un rostro afable, maternal, que se acercaba a darles un beso.

 

La puerta

La Tierra se había convertido en algo inhóspito, una esfera desolada, llena de polvo, de sombras y de nubarrones que oscurecían el sol.

Yo me había convertido en un algo lejano, indiferente a todo. Nada podía alcanzarme. La vida pasaba como si estuviera mirando una mala película; no lograba interesarme, mucho menos emocionarme. ¿Qué saben de esto los burócratas que cotidianamente se sientan frente a un escritorio a llenar papeles, a tomar café y a chismorrear con el del escritorio de al lado? ¿Qué saben de carencias, del esfuerzo cotidiano por comer y buscar un lugar donde dormir, los que lo tienen todo: casa, autos, sirvientes, risas, amigos, comidas en restaurantes, cine, teatro y mujeres?

Estas y otras preguntas, eran las que me atormentaban al caer la tarde. Me sentía un inútil que ya no podía reír, ni dormir, mucho menos soñar.

Me alejé de ellos con el espíritu deshecho. Nada amigable existía en mí. Estaba solo contra el mundo. Contra lo lejano y lo cercano, aún contra el prójimo que, queriendo ayudarme, se acercaba a menos de un metro de mi cuerpo.

Si llegaba a mí algo parecido a un sueño –si es que le podía dar ese nombre a lo que sucede cuando llego a dormirme–, es sólo una copia de un mal sueño: presentado en tonos de grises, con monstruos, aullidos, temores, alertas, desencantos y frustración.

Me pregunto a veces: ¿Cómo volver a ser el que yo era? ¿Cómo olvidar lo inolvidable? ¿Cómo dejar atrás el dolor, la violencia, el horror de la sangre, el fuego, la muerte y la destrucción, el hambre, el cansancio infinito, el olor nauseabundo de mi propio cuerpo?

 

En un muro leí un grafiti: “Ya no hay regreso, ni siquiera una salida”.

Me quedé pensando.

¿No la hay?

Sí, la hay. Y la conozco perfectamente. Hay una puerta a la que temes, pero que te tienta. Una puerta entreabierta que te invita a cruzarla. Una puerta que no se puede atravesar caminando.

Escucha bien, me dije: si llegara un momento en que decidas cruzarla, deberás cerrar los ojos y correr… Correr al máximo, apretando los puños, porque ya será tarde para arrepentirte.

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